jueves, 13 de noviembre de 2008

Denver y June (II)

Al sol siéntate. Y abdica
Para ser rey de ti mismo.

(Ricardo Reis)


¿Has visto la luz?

La niña estaba sentada en la arena. La madre, a unos metros. En el horizonte se perdían los trazos de unas nubes color naranja. La madre, de vez en cuando, alzaba la vista del libro y observaba a la niña jugar. Más por costumbre que por preocupación. La marea estaba baja. Tendría que andar unos metros por la orilla y adentrarse en ella si quería que sus pies se cubriesen con la espuma del mar. Pero aún era pronto para eso, pensó la madre. Luego, miró el reloj. Marcaba las diez de la mañana.
Al salir del coche en el aparcamiento, la madre se había vuelto hacia la niña, mientras intentaba encender un cigarrillo, y le había preguntado:
-¿Has visto la luz?
Al principio la niña no le entendió. Era demasiado pequeña. Miró al cielo, un cielo azul y despejado. Su madre se hacía un hueco con los dedos de la mano, para poder encender el cigarrillo, y con la barbilla gesticulaba para que la niña mirase hacia lo alto. Era temprano. El sol quedaba por debajo de ellas, tras los pinos y los chalets baratos. Había en todo una luz especial, pero eso, la niña, no lo sabía. Sólo más tarde, pasados los años, lo volvería a encontrar. Esta vez, no en la playa, sino en palabras de Cernuda (Aunque sólo dure unos días, la luz parece eterna). Una luz especial, dijo la madre de nuevo dándole la mano. Como la que deja en ti una buena comida o tu bebida favorita. Mientras caminaban con dificultad por las primeras dunas, la niña recordó las palabras de la madre y pensó al instante en bombones de chocolate y zumo de frambuesa.
Elegían siempre la misma playa e iban al amanecer. Cuando tan sólo paseaban los jubilados a sus perros. A esa hora insólita, amanecían también las parejas de enamorados, entumecidas y ocultas tras los escombros del viejo casino. En los días claros, como hoy, la niña y la madre podían ver el Palacio al fondo, al otro lado del mar, junto a las pequeñas velas blancas como gaviotas reflejadas en las aguas. Veían, incluso, la ciudad. La ciudad gris en donde vivían.
Día tras día, buscaban el mismo sitio y la niña realizaba idénticos rituales: cogía la arena con el cubo y la pala de plástico; la amontonaba en un lugar concreto; y luego, con el pequeño rastrillo, ahondaba en la arena para construir un buen foso. A continuación, empezaba con la edificación del castillo y el traslado de agua para cubrir el foso. Tenía la convicción de que si se esforzaba, y la marea y el viento la dejaban, el castillo crecería tanto como ella. Y si tenía paciencia, cabría dentro. Quizá no de pie, ni de rodillas, pero sí sentada. Mientras, la madre permanecía tumbada en su toalla, a unos metros de la niña, leyendo una revista.
-¿De qué trata? –preguntó la niña.
-Es una revista de poesía.
La niña sabía lo que eran los poemas. En la escuela, le hicieron memorizar algunos. A ella le gustaba, sobre todo, aquel que empezaba así: Los días de fiesta/ van sobre ruedas./ El tiovivo los trae, y los lleva… Pero no recordaba más, por lo que le pidió a la madre que le leyera cualquiera de la revista, por si se parecía.
La madre accedió, y le eligió uno. Lo leyó con voz clara y melódica, como si entonara una canción, con la barbilla ligeramente levantada y el temblor en los labios:
-Que la vida tenga/ siete dimensiones./ Que haga sol de su sombra/ y de su nieve lumbre…



La madre siguió leyendo, pero la niña ya no le prestó atención. Un niño se había acercado al castillo y ella le observaba atenta desde donde estaba. El niño tenía el flequillo demasiado largo. Apenas se le veían los ojos, como si quisiera esconder un defecto. Estaba muy moreno, los pies los tenía negros. Fue lo primero que vio la niña, sus pies morenos. Lo segundo, un bañador demasiado grande color granate.
-Si quieres te puedo ayudar. Entiendo de castillos –le dijo el niño.
Tendría la misma edad que ella, pero cuando fruncía el ceño, parecía mayor.
-Vale –dijo la niña.
-Es de lo que más entiendo –continuó el niño-, de castillos. Me paso el día levantando castillos en la arena.
-¿Y en invierno también?
-En invierno, los hago de papel, en el garaje de mi casa -contestó el niño.
La niña sonrió.
-Está bien. Me puedes ayudar, pero por mucho que tú sepas de castillos, nunca sabrás más que yo. Eso no lo olvides.

Estuvieron toda la mañana acarreando arena, añadiendo más dependencias, ensanchando las murallas y evitando que el agua les estropease lo ya construido. Antes de marcharse, la fortaleza parecía una verdadera ciudadela. Con sus torreones, sus almenas e, incluso, sus diminutas ventanas.
-Si lo hiciéramos mayor, podríamos entrar, subir por las escaleras de caracol de la torre del homenaje y pasearnos por las murallas. ¿No crees?
-Puede –dijo el niño, aunque no muy convencido.
-¿Y sabes lo que veríamos por esas pequeñas ventanas?–le preguntó la niña.
-No –contestó él.
-Otra ciudad, otra playa –dijo ella.

La madre se levantó y sacudió con cuidado la toalla. Se marchaban ya. Metió la revista en el bolso de mimbre y recogió las colillas de los cigarrillos que había fumado. Las guardó en un trozo de papel de plata.
-¿Vendrás mañana? –preguntó el.
-Quizá. Mi madre dice que depende de la luz –contestó ella levantándose y sacudiéndose la arena del bañador.
Se despidieron. La niña le dio un beso en la mejilla. El niño se quedó rígido. Un beso era lo que menos esperaba.
Ya desaparecían la madre y la niña de su vista, cuando el niño reaccionó y gritó:
-Aún no sé tu nombre, ¿cómo te llamas?
Ella se giró. Avanzaban por la orilla, madre e hija, cogidas de la mano. Pronto subiría la marea y se lo llevaría todo. El castillo, con sus torres y murallas, desaparecería. Nadie negaría que aquello fuera un sueño. Las olas o la espuma, qué más da.
-Me llamo June –le gritó ella.
June, pensó, es raro, pero me gusta.
-Yo soy Denver.

© Aarón Pérez-Bolívar(texto), Ricard Clupés (fotografía)

jueves, 2 de octubre de 2008

Denver y June (I)

Habrán pasado ya quizá los años
del entusiasmo juvenil y de las ilusiones
que la inocencia crea y marchita la edad.
La vida, desde luego, estará menos llena
de prodigios posibles. Y nosotros seremos tan distintos
que no sabremos nunca ni siquiera encontrarnos.

(Eloy Sánchez Rosillo)

Tú sabes quién soy

Soy de los que creen que las casualidades no son tales, sino que se dan por algo concreto. Que creamos en ello o no, es indiferente. Viajábamos hacia Ginebra por carreteras secundarias, y tras pasar Aix-Les-Bains, paramos en un pequeño pueblo y buscamos un lugar tranquilo para comer. No sabíamos que ese día era festivo. Las pocas tiendas y restaurantes que vimos estaban cerrados. Y la gente, parecía estar celebrando la fiesta en otro sitio o a escondidas, pues allí no había nadie. Era como estar en una estación de esquí fuera de temporada. Nos lo tomamos con calma. Dimos una vuelta y en una gasolinera, a las afueras, pudimos comprar unos sándwiches de salami y un par de cervezas. Al lado había un parque, próximo a unas vías férreas y a una caseta que hacía las veces de estación. Nos sentamos en un banco a la sombra de un castaño y mientras comíamos el sándwich y bebíamos la cerveza tibia pensé, qué raro sería ver pasar ahora un tren. Parecía todo tan tranquilo y calmado que no me imaginaba ningún sonido extraño que pudiera alterarlo. No se oía nada. Ni siquiera un mirlo, una radio o a un crío llorando. Terminé mi cerveza y me levanté del banco. Quizá tuviera suerte y hubiera toilletes abiertos en la caseta.

Las casualidades no existen, y es por ello que tenía que encontrarme de nuevo con Denver. Después de tantos años y en aquél lugar. Ahora sí. Como tantas veces lo habíamos imaginado Fer y yo en el Tritón. Casi siempre abatido pero nunca derrotado. Acompañado ya por la ausencia de June. A la espera pertinaz de un tren que no pasaría, pues hacía tiempo que las estaciones estaban abandonadas. Entonces teníamos el pelo más largo y algunos incluso barba. Supe que era él por los ojos. Dicen que nació con algo en las pupilas. Los médicos nada aclararon. Denver levantó la vista del cuaderno que leía y le reconocí. Él también a mí.
-Has envejecido -me dijo.
-Lo sé.
-Más que June –concluyó sonriendo tristemente.

No quiso hablar sobre el pasado y aun cuando sabía que en aquella estación no pararía ningún tren, prefirió permanecer allí. Le dije que podía acompañarnos, que le acercaríamos a algún otro lugar. Me miró como si no me entendiera. -¿Qué otro lugar?- Bajó la vista hacia el cuaderno y sin levantarla me preguntó:
-¿Te acuerdas de estos versos?

Es tarde.
Una puerta que se cierra,
tres deseos.
A distancia la colina.
Un nuevo devuelto
de tus ojos.

Claro que me acordaba, eran de June. Denver leía el diario de June.

Hablamos de mi viaje, de Dylan y de ese proyecto infinito e inacabado en el que planeábamos trabajar todo el verano. Las vísceras de los polígonos industriales, se llamaba. Luego vino el otoño, el trabajo, su falta, los fines de semana tumbados en el sillón y un montón de bolsas de patatas fritas, con sabor a jamón, acumulándose en el armario de la cocina ya sin consumir. Denver no quiso hablar del pasado, por eso me lo contó: “Era jueves y llovía. La novedad es que fuese jueves, no que lloviese en la ciudad. Al volver de la biblioteca, dejé los zapatos mojados a la entrada de la casa y caminé descalzo por el pasillo. Al fondo estaba la cocina. Se oía música. June tarareaba una canción antigua, de Leonard Cohen creo. -I cannot follow you my love / You cannot follow me / I´m not life, I´m not death / I´m not slave or free…- El caso es que sonaba bien. Avancé con lentitud, sin meter ruido. Llegué a la cocina y a través del marco de la puerta vi a June de espaldas, cocinando. Y entonces lo supe. Comprendí que era algo especial. Todo tenía sentido. Y deseé retener ese momento para siempre. Querría haber tenido una máquina de fotos a mano, pero no fue posible.”
-Mejor así -se dijo.
Los dos sabíamos que la vida concluye en el momento en el que se la fotografía.

Denver no quiso hablar más del pasado. Como si fuera Borges, me dijo:
-Intento no pensar en cosas del pasado porque si lo hago, sé que lo estoy haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes. Y eso me pone triste. Me entristece pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud.

Fue entonces cuando oímos a la multitud. Venían por el camino que hay junto a la vía del tren. Eran una docena. Agrupados, compactos y vociferantes. Como un grupo de hinchas de fútbol, después de perder un partido cualquiera. Una gran nube de polvo se formaba tras sus pasos. El viento comenzó a soplar con fuerza. Traía grandes nubes negras. Estaban previstas tormentas para la tarde. Denver y yo sabíamos que teníamos poco tiempo. -¿Pero tiempo para qué?- Aun así, no podíamos apartar la vista de los destellos.
-¿Sabes cómo llaman los franceses a las vías del tren? -me pregunto Denver.
-No –le contesté.
-Chemin de fer –me dijo.
Por un instante que pareció infinito le chemin de fer nos hipnotizó.
-Parecen reales, ¿no crees? -prosiguió.
Las manos comenzaron a temblarle. Las apoyó con fuerza sobre las rodillas. Los dedos de las manos se le quedaron blancos. Parecían sarmientos recubiertos de ceniza.
-¿Será verdad que conducen hacia algún lado? Hace tiempo que tengo dudas sobre esto. Acerca de si la realidad tiene algo que ver con la verdadera realidad -concluyó Denver ya sin mirarme.

© Aarón Pérez-Bolívar