jueves, 2 de octubre de 2008

Denver y June (I)

Habrán pasado ya quizá los años
del entusiasmo juvenil y de las ilusiones
que la inocencia crea y marchita la edad.
La vida, desde luego, estará menos llena
de prodigios posibles. Y nosotros seremos tan distintos
que no sabremos nunca ni siquiera encontrarnos.

(Eloy Sánchez Rosillo)

Tú sabes quién soy

Soy de los que creen que las casualidades no son tales, sino que se dan por algo concreto. Que creamos en ello o no, es indiferente. Viajábamos hacia Ginebra por carreteras secundarias, y tras pasar Aix-Les-Bains, paramos en un pequeño pueblo y buscamos un lugar tranquilo para comer. No sabíamos que ese día era festivo. Las pocas tiendas y restaurantes que vimos estaban cerrados. Y la gente, parecía estar celebrando la fiesta en otro sitio o a escondidas, pues allí no había nadie. Era como estar en una estación de esquí fuera de temporada. Nos lo tomamos con calma. Dimos una vuelta y en una gasolinera, a las afueras, pudimos comprar unos sándwiches de salami y un par de cervezas. Al lado había un parque, próximo a unas vías férreas y a una caseta que hacía las veces de estación. Nos sentamos en un banco a la sombra de un castaño y mientras comíamos el sándwich y bebíamos la cerveza tibia pensé, qué raro sería ver pasar ahora un tren. Parecía todo tan tranquilo y calmado que no me imaginaba ningún sonido extraño que pudiera alterarlo. No se oía nada. Ni siquiera un mirlo, una radio o a un crío llorando. Terminé mi cerveza y me levanté del banco. Quizá tuviera suerte y hubiera toilletes abiertos en la caseta.

Las casualidades no existen, y es por ello que tenía que encontrarme de nuevo con Denver. Después de tantos años y en aquél lugar. Ahora sí. Como tantas veces lo habíamos imaginado Fer y yo en el Tritón. Casi siempre abatido pero nunca derrotado. Acompañado ya por la ausencia de June. A la espera pertinaz de un tren que no pasaría, pues hacía tiempo que las estaciones estaban abandonadas. Entonces teníamos el pelo más largo y algunos incluso barba. Supe que era él por los ojos. Dicen que nació con algo en las pupilas. Los médicos nada aclararon. Denver levantó la vista del cuaderno que leía y le reconocí. Él también a mí.
-Has envejecido -me dijo.
-Lo sé.
-Más que June –concluyó sonriendo tristemente.

No quiso hablar sobre el pasado y aun cuando sabía que en aquella estación no pararía ningún tren, prefirió permanecer allí. Le dije que podía acompañarnos, que le acercaríamos a algún otro lugar. Me miró como si no me entendiera. -¿Qué otro lugar?- Bajó la vista hacia el cuaderno y sin levantarla me preguntó:
-¿Te acuerdas de estos versos?

Es tarde.
Una puerta que se cierra,
tres deseos.
A distancia la colina.
Un nuevo devuelto
de tus ojos.

Claro que me acordaba, eran de June. Denver leía el diario de June.

Hablamos de mi viaje, de Dylan y de ese proyecto infinito e inacabado en el que planeábamos trabajar todo el verano. Las vísceras de los polígonos industriales, se llamaba. Luego vino el otoño, el trabajo, su falta, los fines de semana tumbados en el sillón y un montón de bolsas de patatas fritas, con sabor a jamón, acumulándose en el armario de la cocina ya sin consumir. Denver no quiso hablar del pasado, por eso me lo contó: “Era jueves y llovía. La novedad es que fuese jueves, no que lloviese en la ciudad. Al volver de la biblioteca, dejé los zapatos mojados a la entrada de la casa y caminé descalzo por el pasillo. Al fondo estaba la cocina. Se oía música. June tarareaba una canción antigua, de Leonard Cohen creo. -I cannot follow you my love / You cannot follow me / I´m not life, I´m not death / I´m not slave or free…- El caso es que sonaba bien. Avancé con lentitud, sin meter ruido. Llegué a la cocina y a través del marco de la puerta vi a June de espaldas, cocinando. Y entonces lo supe. Comprendí que era algo especial. Todo tenía sentido. Y deseé retener ese momento para siempre. Querría haber tenido una máquina de fotos a mano, pero no fue posible.”
-Mejor así -se dijo.
Los dos sabíamos que la vida concluye en el momento en el que se la fotografía.

Denver no quiso hablar más del pasado. Como si fuera Borges, me dijo:
-Intento no pensar en cosas del pasado porque si lo hago, sé que lo estoy haciendo sobre recuerdos, no sobre las primeras imágenes. Y eso me pone triste. Me entristece pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud.

Fue entonces cuando oímos a la multitud. Venían por el camino que hay junto a la vía del tren. Eran una docena. Agrupados, compactos y vociferantes. Como un grupo de hinchas de fútbol, después de perder un partido cualquiera. Una gran nube de polvo se formaba tras sus pasos. El viento comenzó a soplar con fuerza. Traía grandes nubes negras. Estaban previstas tormentas para la tarde. Denver y yo sabíamos que teníamos poco tiempo. -¿Pero tiempo para qué?- Aun así, no podíamos apartar la vista de los destellos.
-¿Sabes cómo llaman los franceses a las vías del tren? -me pregunto Denver.
-No –le contesté.
-Chemin de fer –me dijo.
Por un instante que pareció infinito le chemin de fer nos hipnotizó.
-Parecen reales, ¿no crees? -prosiguió.
Las manos comenzaron a temblarle. Las apoyó con fuerza sobre las rodillas. Los dedos de las manos se le quedaron blancos. Parecían sarmientos recubiertos de ceniza.
-¿Será verdad que conducen hacia algún lado? Hace tiempo que tengo dudas sobre esto. Acerca de si la realidad tiene algo que ver con la verdadera realidad -concluyó Denver ya sin mirarme.

© Aarón Pérez-Bolívar

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