jueves, 5 de marzo de 2009

Apollon (I)

En los cristales de puertas y ventanas, en los espejos de los lavabos, en la superficie de las mesitas, en la moqueta del suelo, con lápiz labial, con bolígrafo, con rotulador, con chocolate, muchas manos, ancianas, maduras, infantiles, han escrito la palabra Aldebarán. (José María Merino)


Aldebarán

Mi nombre es Apollon. Sé que es un nombre exagerado como mi padre, enorme y pendenciero, que es quien insistió en que así me llamara. Mi madre cedió, como en muchas otras cosas, aunque el nombre no le agradara. Siempre consentía a desgana y cuando mi padre le daba la espalda decía en voz muy baja: como tú quieras, amor. Ni siquiera opuso fuerzas a la muerte cuando vino a por ella, después de un resfriado mal curado. De mi padre nada más supe. Nunca logré preguntarle por qué me llamó Apollon.

Hay pocos detalles que recuerde de entonces, de la casa en la que vivíamos o de ellos. Ni si esta obsesión de ahora por el arroz y la comida china tiene algo que ver con el pasado. Quizá sean las pastillas, las que me hacen comportarme de este modo. Pienso que deben ser las azules. No creo que sean las otras, las blancas o las grises. Debería preguntárselo a los médicos. Aunque sea uno de los pocos caprichos que me conceden en el sanatorio y pueda perderlo si piensan que el arroz o la comida china me sientan mal. No se lo diré. No pueden permitirse otra muerte más.
Los otros caprichos son sencillos, una pequeña nevera y un televisor en blanco y negro. Detesto el color, aunque antes me fascinaba. En la nevera guardo la comida china. Sólo la tomo cuando está fría, y la salsa, antes líquida, se ha convertido en gelatina. No soporto la comida caliente. Es una manía como otra cualquiera y dudo que esto me convierta en un bicho raro. Algunos piensan que lo soy. Que lo hagan si quieren. Del televisor poco tengo que decir, si acaso que me ayuda a concentrarme y que no soy capaz de cortarme las uñas de los pies si no lo tengo encendido. No creo que los médicos toquen nada de esto. Es lo que me mantiene vivo.

Dicen que la vejez ya me alcanzó, pero yo me siento como siempre. Nada ha cambiado desde la última vez que vi a June, en la isla, y dio por zanjada nuestra relación. Entonces me gustaban los colores. Sobre todo los del bosque en otoño. Sigo en aquel día como si de un único surco de vinilo se tratara. Un vinilo que resuena de manera continua dentro de mi cabeza, igual que el zumbido de la nevera o el extraño sonido que sale del televisor y que intento una y otra vez descifrar mientras me corto las uñas de los pies.

Quizá mañana vuelva a intentarlo, me digo al irme a la cama. Lo repito todas las noches. Pero por las mañanas, lo he olvidado todo. Será por las pastillas, las azules, no las blancas o las grises.



La última vez que lo intenté fue en febrero. Había nevado, pero no me importó. Me abrigué bien, dos pantalones, dos camisetas y un jersey grueso de lana, me puse el gorro de orejeras y unas buenas botas de montaña. Desayuné un gran tazón de arroz con salsa de soja y pepinillos. Salí temprano, casi de madrugada, pues se tardaba unas horas en llegar, y más si el camino estaba nevado. Primero tuve que alejarme del pueblo, dejar atrás el cementerio donde está mamá, y seguir el camino que bordea el río en dirección a la montaña. Tras media hora de caminata, abandoné el cauce y me adentré en el bosque. Un bosque frondoso, lleno de arbustos y rodeado de pinos. Continué por un pequeño sendero que hacía zigzag entre la espesura hasta escuchar la música. Luego sólo tuve que seguir su rastro, el del violín. El sonido te guía hasta el centro del bosque, donde los pinos se retiran y se forma una hermosa isla de hierba verde, no muy alta. Pero aquel día todo estaba cubierto por la nieve, no se veía ni una brizna de hierba. June no había llegado aún. Esperé un buen rato. Unos extraños pájaros negros volaron muy cerca de donde yo estaba. Emitieron un agudo sonido mientras daban un giro pronunciado y se perdían tras la montaña. June no vendría hoy. Regresé cansado, auque no me daba por vencido. Volvería a intentarlo.

Esta mañana me he levantado con el recuerdo exacto de lo que pensé anoche. Quizá sea una señal. Me he mirado en el espejo, antes de salir, y por fin me he reconocido. Ni rastro de ese otro rostro envejecido que me ha devuelto la mirada todos estos años. He caminado más ligero que nunca. Hoy no está nevando. El sol está ya alto y el cielo limpio de nubes. Me ha costado escuchar la música. Sonaba más lejana, como si algo la impidiera llegar a mí. He llegado a la isla, pero no he podido acceder a ella. Un grueso muro de piedra la circunvala ahora y no hay ninguna puerta que me permita entrar. Me he subido a uno de los jóvenes pinos, cerca del muro de piedra, y desde allí he podido ver la isla de hierba agostada. Y también una sencilla casa en el centro, rodeada de gravilla. Puedo observarla bien, pues no estoy demasiado lejos. Es una casa blanca, con una sola puerta y una ventana de color añil. He permanecido encima del árbol mucho tiempo. Tengo las piernas entumecidas y el sol ha desaparecido tras las moradas montañas. Creo que hay alguien dentro de la casa, pues se ve el humo saliendo por la chimenea. No me muevo, no puedo o no quiero. La noche cae completamente y entonces se observa una sombra reflejada en la ventana. Es la sombra de una mujer. Permanece largo tiempo junto a la ventana. Sin duda, espera a alguien. Tiene el reflejo del fuego en sus ojos. Acerca el rostro al cristal de la ventana y se forma sobre él una tenue capa de vaho. Un dedo nacarado comienza a trazar despacio unos signos sobre la superficie. Todos ellos juntos forman una palabra. Una extraña palabra que se repite insistente sobre la ventana como si fuera un mensaje apremiante. La palabra que leo una y otra vez es Aldebarán.

Es de noche. La casa ha desaparecido. Sólo se intuye el grueso muro que la circunvala. Ahora sé que puedo bajarme del árbol y regresar al sanatorio. Y que no es necesario que vuelva mañana a la isla, ni pasado ni al otro día tampoco. No tengo porque volver más, pues ya he llegado a mi destino.

© Aarón Pérez-Bolívar(texto), Ricard Clupés (fotografía)

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